24 de Diciembre de 1940. Londres. Casi medianoche. Es el sótano de una iglesia. En la parte superior de la pared una pequeña ventana alargada sólo deja ver los pies de los transeúntes. En el sótano se puede ver, a pesar de la oscuridad, un Cristo de gran tamaño al que le falta el rostro, un piano maltrecho, baúles y muebles viejos. Por un lado del muro desciende una escalera que probablemente venga desde la calle.

 

De improviso, el letargo es sacudido por el aullido atemorizante de la sirena que presagia el bombardeo. Por la rejilla los pasos premiosos pronto dan paso a las carreras. La sirena sigue con su ulular pero se opaca con el siniestro zumbido de las bombas cayendo. En la penumbra se escuchan las voces de personas que bajan por la escalera. Sólo los fogonazos de las explosiones lejanas pintarán las siluetas.

 

A ese lugar han llegado David, Jeannie, Harry, Phillip, Molly, Johnny y Alisha. Todos han recalado en el sótano huyendo del bombardeo. No les dio tiempo de protegerse en los refugios. Allí en las próximas horas, sin conocerse, sin saber quiénes son, repetirán de forma inconsciente la tragedia que ocurre afuera… la intolerancia como expresión del miedo y la incomprensión.